martes, 27 de abril de 2010

Y el autoengaño

Me repatea esa sensación, ese poso amargo que te deja el alma por los suelos y la autoestima en niveles prozaikos; Me refiero a esos segundos posteriores a una derrota inesperada, a ese reves en forma de gol traicionero a la contra y en el noventa. Hablo de ese penalty escamoteado, esa ocasión marrada incomprensiblemente o ese palo que parece ensancharse inexorablemente a medida que los minutos pasan y el partido busca las tablas. Pienso en esos momentos de introspección, cuando uno se va a la cama o vuelve del estadio, con la sensación de haber sido engañado, estafado, vilipendiado por los tuyos y los otros, por la caverna local y la visitante. Odio ese cabreo latente que impregna tu subconsciente y te acompaña, rémora inevitable, durante varios días e incluso semanas. Prefiero una vida tranquila, previsible, aburrida que dirían algunos, al menos en lo que a fútbol se refiere. tal vez sea este maldito corazón mio que no sabe trotar a ritmo cochinero en las grandes citas y que solo entiende de galopes tendidos hasta que el árbitro señala el final y la publicidad invade el televisor para dar paso después al Sálvame Deluxe. O mi perturbada mente, que no sabe apartar convenientemente el entorno pernicioso y alevoso que solo busca la venta fácil, la del primer impulso, el mismo que te empuja a comprar chicles en la gasolinera o pilas en el Carrefour.

Sufro en este tipo de encuentros y la verdad, me enerva. No quiero sufrir. Solo quiero sentarme delante de la caja tonta, abstraerme durante hora y media de la realidad más perversa y disfrutar de la gloria o la humillación ajena. ¿Es tanto pedir? ¿Es acaso injusto que le reclame a mi ser, a mi yo más personal e intrínseco, una tregua, un alto el fuego voluntario y cobarde? Al parecer lo es. Faltan más de 24 horas y ya siento en el estomago ese hormigueo, esa sensación angustiosa mezcla de impaciencia y anhelo y a la vez, deseo de que el momento nunca llegue, para así no seguir con este martirio injusto e incomprensible. Me repatea esa sensación.

Me repatea esa sensación de saber que están jugando con mi ilusión. Usan nuestros corazones como el malabarista los aros o el banco las acciones de sus clientes. Impunes, sabedores que lo que tienen en sus manos no es suyo, sino nuestro. Con la ventaja y la frialdad que otorga la sensación de otredad. Miserables.
Sin embargo, aún sabiéndolo, aún comprendiendo como y por qué lo hacen, me dejo arrastrar por esa marea de optimismo y eyaculación precoz. Me vengo arriba como un crio pequeño en la tienda de disney, aún a sabiendas que mamá, lleva el monedero pelao, que no está el horno para bollos. Quiero ser ese niño. Yo soy ese niño, que conociendo de antemano que hoy no habrá peluche, ni espada de buzz lightyear, se autoengaña con la posibilidad de que le compren alguna cosita. ¿Quien sabe, igual cayeron algunas monedas en el fondo del bolso y mamá no lo sabe?

¿Y del partido en sí? Chascarrillos tópicos y típicos.Se dejarán la piel, llenaremos el estadio y remontaremos; Los neroazzurri lamentarán haber elegido la profesión de futbolista y el si,si,si nos vamos a Madrid. Sin embargo, en mi retina aún perdura la jugada maestra del general Mourinho en aquella final de la Champions, cuando un caballino rampanti llamado Deco, se erigía en el Aquiles más salvaje y despiadado, matando a la contra el empuje suicida y temerario de los de Deschamps en pos de la remontada imposible. Y es que Mourinho es un experto buscador de debilidades. Nunca mueve un peón en falso y mucho menos de forma gratuita. El resultado de la ida es una losa demasiado pesada para los azulgrana. Un solo gol en contra nos obligaría a marcar cuatro. Pep debería repasar aquella final insólita y tratar de mentalizar a los suyos de que esta batalla no se gana con el corazón, ni con 100.000 almas jaleando y empujando hasta la extenuación. Solo con inteligencia y alcanzando cotas de competitividad máximas, se podrá lograr el objetivo.

El bolso de mamá.
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